Cuando empezaron a emitir la serie ISABEL.
Sentí mucha curiosidad por verla.
Mi hermana...católica, practicante idealista, me dijo que era una Santa.
Pero yo tenía otra información sobre ella, más por la vía islámica y
libros de historia que había leído, pero aún así sentía gran expectación
por ver como la enfocaban .
Me sorprendió mucho al buscar cronológicamente por internet,
los años de Isabel históricos y coincide mucho con la propuesta de la serie,
todo está sacado y muy documentado de libros de cronistas de la época.
He visto los 9 capítulos que se han emitido y me está gustando mucho.
Quiero verla hasta el final, así tendré información desde los dos lados
para tener una visión más objetiva.
También estoy intrigada por ver como van abordar el tema de la
Santa inquisición y la expulsión de los judíos y musulmanes, con el
genocidio o conversión, porque esto con la santidad no cuadra mucho .
Creo que los dos enfoques están polarizados y tal vez en el centro neutro
esté la verdad.
Por lo que se puede ver en todos los puntos de vista , fue una mujer, valiente,
responsable, ambiciosa, segura, con una gran determinación, adelantada a
su época ,en su independencia y a la vez muy devota y religiosa,
Unificó España, financió y apoyó el descubrimiento del Nuevo Mundo,
pero también dejó una España uniformizada con el mismo color, eliminando
la belleza de la diversidad y la convivencia con respeto,
que floreció en Al-Andalus durante la mayor parte de sus ocho siglos.
Os invito a investigarla, desde la serie de TV y a leer el artículo desde la
otra visión, que hay mas abajo.
Un gran personaje histórico femenino con una gran repercusión social
en su época.
HYR
LA SERIE ISABEL RTVE
http://www.rtve.es/alacarta/videos/isabel/
Aquí podéis ver la serie completa , hasta los capítulos que se han emitido
Isabel la Católica: otra santa más para la guerra
Su política ayudó a afianzar la
influencia social y el poder político de la Iglesia durante siglos
No ha podido ser más inoportuna la propuesta aprobada por la Conferencia Episcopal Española de que se reavive el proceso de beatificación de Isabel la Católica, iniciado por sus antecesores en tiempos de Franco y Pío XII. Vivimos momentos de máxima gravedad en el conflicto israelo-palestino que envenenan diariamente judíos ultraortodoxos y partidarios de la jihad islámica en su pugna por lugares y territorios que ambos consideran santos. En la India, en estos últimos días, y también disputando por un lugar sagrado, hindúes y musulmanes se han dedicado a quemar trenes atestados de gente (el fuego es un medio de liquidación del adversario muy del gusto de las religiones, porque purifica, elimina cualquier resto de contaminación maléfica). Y desde Argelia hasta Manhattan, los fundamentalismos religiosos atizan el enfrentamiento entre países y culturas, por si fueran pequeños los problemas de la modernización y de la dependencia. Las religiones, en resumen, están demostrando ser un factor que agrava, más que apacigua, los conflictos humanos. Y he aquí que el catolicismo, quizá por haber perdido algo de sus viejos fervores bélicos, no ha desempeñado un papel destacado en estas luchas recientes. Yo diría que por suerte para él. Los obispos españoles, sin embargo, no están contentos. Quieren participar.
La Iglesia eleva
a alguien a los altares porque lo propone como modelo de conducta para los
cristianos. ¿Lo fue de verdad Isabel de Trastámara? Alcanzó, para empezar, el
trono de Castilla de una forma, cuando menos, polémica: disputándoselo a Juana,
hija legítima, en principio, del rey Enrique IV y su segunda esposa, Juana de
Portugal, y reconocida como heredera por las Cortes de Toledo de 1462. Pero
Isabel, hermana del monarca, se apoyó en las fracciones nobiliarias, siempre
deseosas de socavar el poder real, y fomentó el rumor de que Juana era la
Beltraneja, una hija adulterina de la reina, logrando al fin que fuera
desheredada. Ello dio lugar, como se sabe, a una guerra civil, desarrollada en
varias fases, antes y después de la muerte de Enrique IV. Juana recibió el
apoyo del rey de Portugal, su tío Alfonso V, que pensaba desposarse con ella.
Pero Isabel contraatacó concertando su matrimonio con el príncipe heredero de
Aragón, Fernando, y apresurándose a celebrarlo. Un obstáculo se oponía a las
prisas de los contrayentes: que eran primos, lo que obligaba a pedir una
dispensa papal que tardaría meses en llegar. La dificultad se resolvió
falsificando el documento, hecho sobre el que hay acuerdo unánime entre los
historiadores y que espero los señores obispos no encuentren modelo
recomendable de conducta (porque sería arrojar piedras contra su propio
tejado). A partir de ahí, se inició la fase definitiva de la guerra civil, que
acabó en 1479 con la victoria de Isabel y el bando aragonés.
Hasta aquí, por
tanto, no tenemos mucho de ejemplar en la vida de Isabel. Como aspirante al
poder, no había sido sino una hábil jugadora en el tablero político, sin más
escrúpulos con la ley o con los derechos de los otros candidatos de los que
mostraría un aventajado discípulo de Maquiavelo. Pero no es ésta la principal
razón por la que no deberían proponer su beatificación, porque lo más grave
vino luego, cuando se convirtió en reina y se ganó el título de Católica.
Una vez
instalados en sus dos tronos, los monarcas de Castilla y Aragón emprendieron,
como todo el mundo sabe, una guerra contra el único reino musulmán que quedaba
en la Península, el nazarí de Granada. La guerra fue larga y terminó en
victoria. Pero no por medio de la "conquista de Granada",
como suele decirse, sino por la capitulación pactada de esta ciudad. "Capitulaciones" se
llamaron, en efecto, a las condiciones firmadas por Isabel y su esposo, por las
que el reino entró bajo la soberanía castellana, pero comprometiéndose a
respetar la lengua, la religión, la forma de vestir y las autoridades
judiciales tradicionales de los hasta entonces súbditos de Boabdil.
Cláusulas
semejantes se habían pactado en previos avances cristianos hacia el sur y algo
de tolerancia y de convivencia multicultural había tenido lugar, en efecto, en
el Toledo de Alfonso VI o la Sevilla de Alfonso X. Pero esta vez no iba a ser
así. Durante los primeros años, los reyes mantuvieron en el obispado de Granada
a Hernando de Talavera, fraile culto y paciente que intentó, desde luego, la
conversión de los musulmanes, pero por métodos pacíficos, limitando la
actuación de la Inquisición y haciendo que sus predicadores aprendieran el
árabe para facilitar la aceptación de su mensaje. A Talavera -a quien nadie
propone canonizar hoy- le sucedió Cisneros, que emprendió la evangelización de
los musulmanes granadinos por métodos coactivos mucho más directos, con lo que
forzó rápidamente unos miles de conversiones, pero también provocó dos
sublevaciones sucesivas, en el Albaicín y las Alpujarras, reprimidas sin
contemplaciones por orden de la propuesta beata y su esposo.
El 14 de febrero
de 1502 -acaba de cumplirse el medio milenio, aunque ha pasado desapercibido-,
la real pareja decidió, por fin, desentenderse de aquellas "Capitulaciones" que
había firmado con toda solemnidad diez años antes. Y se decretó la expulsión de
todos los granadinos que no aceptaran la conversión al cristianismo. No quiero
en este artículo discutir el acierto o la necesidad política de aquella medida,
sino juzgarlo como ejemplo moral. Y, francamente, no me parece que estén los
tiempos como para erigir en modelo de conducta a quienes, por un lado,
desprecian de manera tan descarada la palabra dada y, por otro, imponen su
religión por medios tan violentos. Una imposición que se repetiría en esa
América en la que tantas almas se "conquistaron",
según constatan con satisfacción los obispos.
Con los
musulmanes, los reyes no hacían sino repetir la fórmula utilizada diez años
antes con los judíos. El decreto de conversión forzosa o expulsión de los
judíos se había dictado, en efecto, en la primavera de aquel célebre 1492, sólo
tres meses después de la capitulación de Granada. En este caso hubo una
circunstancia agravante, ya que, según parece, los monarcas aprovecharon la
expulsión para desembarazarse de una comunidad con la que habían contraído
graves deudas durante la guerra granadina. De nuevo evitaré debatir aquí si la
paz social que ganó el país con la homogeneidad religiosa compensó la pérdida
que supuso la expulsión de aquel sector social tan dinámico intelectual y
profesionalmente. Ahora sólo se trata de evaluar la catástrofe humana que
provocó la medida, el desprecio que mostró la reina hacia el sufrimiento de sus
semejantes: unas cien mil personas, al menos, hubieron de abandonar la tierra
donde sus antepasados habían vivido más de un milenio, se vieron obligados a
malvender sus propiedades y a emigrar sin poder llevarse el oro o la plata
obtenido en la venta, con las imaginables secuelas de muertes de ancianos y
niños en el camino y de ejecuciones ejemplares para quienes se resistían a
obedecer la orden. Hay todavía rincones en Europa donde los descendientes de
aquellos sefardíes conservan y cultivan su castellano del siglo XV y recuerdan
con nostalgia aquella Sefarad de la que tuvieron que salir por orden de la
reina católica. ¿Cómo pueden recibir la noticia de la beatificación de la
firmante de aquel decreto? Puede que los obispos se hayan planteado esta
pregunta y puede que no, pero en ambos casos parecen tener, ante esta
población, una insensibilidad parecida a la que mostró aquella reina a la que
hoy quieren beatificar.
Tampoco terminan
ahí los agravios. Otro más hay, esta vez inferido a la humanidad en su
conjunto, a la libertad de pensamiento y expresión, al mundo moderno que
anunciaba su aparición y a la comunidad intelectual en especial. Al comienzo
mismo de su reinado, Isabel de Castilla, con el pretexto de vigilar la
ortodoxia de los judeo-conversos y castigar a quienes recayesen en sus antiguos
cultos, extendió a Castilla el Tribunal del Santo Oficio. No es que hasta
entonces no se hubiera reprimido la "herejía"
-es decir, las interpretaciones del mensaje bíblico diferentes a la mantenida
por la Iglesia-, pero este rincón de Europa se había resistido a establecer un
tribunal especial encargado de tal misión. Siguió resistiéndose, tras adoptar
la medida los Reyes Católicos, como demuestra el asesinato del inquisidor Pedro
de Arbués en Zaragoza. Pero a la postre los reyes impusieron su voluntad. Y
como los judíos y musulmanes acabaron siendo expulsados, sus sucesores,
convertidos por ley en cristianos, cayeron bajo la jurisdicción inquisitorial,
al igual que cayó todo sospechoso de albergar ideas innovadoras que pudieran
atentar contra el dogma. Durante más de tres siglos, el tribunal pesaría como
una losa sobre cualquier mente pensante del país y apartaría a éste de la
revolución intelectual que sacudió a Europa. Y del número total de "relajados" -condenados a
la hoguera- por parte del Santo Oficio a lo largo de sus trescientos años de
historia, aproximadamente la mitad correspondieron al cuarto de siglo inicial;
justamente los años que duró el reinado de aquella Isabel I que ahora los
obispos españoles proponen para la beatificación.
Ellos sabrán. O
de verdad se consideran mensajeros de una religión de paz y amor, y en ese caso
adoptan gestos que ayuden a la reconciliación y el apaciguamiento de los
conflictos humanos, o prefieren ser beligerantes en la pugna por el poder
terrenal, invocando mandatos sobrenaturales. En este último caso, no hay duda
de que hacen bien en beatificar a Isabel la Católica, porque sus medidas
ayudaron a afianzar la influencia social y el poder político de la Iglesia
durante siglos. Pero me temo que la única opción que nos queda entonces a los
demás, a quienes queremos legar a nuestros hijos una sociedad pacífica y
civilizada, consiste en pedir que el dinero público destinado a educación se
dedique exclusivamente a impartir valores cívicos, sin el menor contenido
religioso. No por anticlericalismo, sino por vacunarnos contra futuros
conflictos. Porque, a juzgar por los modelos de conducta que nos proponen, los
obispos parecen decantarse por un tipo de religión peligrosa para la
convivencia ciudadana.
13/05/2005 - Autor: José Álvarez Junco - Fuente:
http://perso.wanadoo.es/morbus/home7.htm
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